AL TAJO
© 2019 María Cebrián
Me senté en el suelo junto a ella
y una punzada de dolor me sacudió la pierna. Apreté los dientes tras otra
oleada de intenso malestar. Con movimiento cuidadoso, me observé el corte del
muslo. La incisión era de unos diez centímetros de largo y de ella brotaba
sangre a borbotones. No era la primera vez que lidiaba con algo así.
Sobreviviría.
Aproveché la estamina del dolor
para abrazar a mi madre. Ella sonreía. Había muerto desangrada, pero sonreía, y
no sólo con la boca, también con la mirada. La besé en la mejilla y sollocé de
dolor sobre su fría piel.
—Mami… él… –me tembló la voz y
una lágrima de sufrimiento profundo se deslizó por mi pómulo hasta contactar
con mis labios.
La salinidad de la lágrima me calmó.
Ya había pasado y aunque la rabia todavía palpitaba en mi interior,
desaparecería. La energía de mi madre seguía conmigo. "Eres una
superviviente, Uma", recordé su voz, sus palabras.
—Lo soy, mami —susurré sobre su helada
nariz.
Él seguía allí plantado,
mirándome, con los brazos cruzados sobre el pecho y una amplia sonrisa torcida
pintada en su brusco rostro. De repente se puso a aplaudir.
—¡No! –le grité—. ¡No!
Cerré tan fuerte los ojos que al
abrirlos ya no estaba. De él sólo quedaba una nube negra y densa que caía hasta
el suelo desvaneciéndose poco a poco.
El sonido de una alarma de móvil
me abstrajo. Reposé la cabeza de mi madre con cautela sobre el suelo, me
levanté como pude y, arrastrando el pie por el suelo, caminé con dificultad
hasta alcanzar el teléfono que descansaba sobre la mesa del comedor. En la
pantalla rezaba: "8:00, medicación Uma". No tenía tiempo para
tonterías.
Fui hasta el cajón de costura de
mi madre y agarré una aguja e hilo. Mi abuela me había enseñado a remendar la
ropa y en las películas no parecía tan difícil coserse una herida. Falso, es
complicado y duele mucho. Lo hice.
Con una esponja limpié la herida
y la sangre de mi pierna. En la pileta del cuarto de baño me enjuagué la cara,
me cepillé los dientes y me recogí el pelo en una coleta. No podía perder más
tiempo. Llegaba tarde al colegio.
—Vamos, niños, abrid el libro por
la página 36.
Mientras Lola abría el libro por
la página que nos había indicado la profe, me acerqué para cuestionarle:
—¿Te acuerdas lo que hablamos?
—¿El qué? —preguntó
desconcertada.
—Lo del hacha de pollo.
—Ah, sí —respondió sin interés.
—Lo he probado y es verdad
—susurré con morbo.
—¡Mentira! —exclamó más alto de
lo que debió.
—¡Chist, Uma! —me llamó la
atención la profesora.
Nos reímos por lo bajini y disimulamos
un poco. Tras tres minutos de silencio, acerqué la mochila al hueco que nos
separaba y la abrí para dejarle a la vista el hacha.
—¡Cómo mola! —la alegría de Lola
al ver el arma me llenó de ilusión.
Dejé la mochila en el suelo y
sonreí victoriosa por mi hazaña. El dolor del corte en la pierna me recordaba
que había que tener cuidado, que no era tan fácil como en las películas, pero…
—¿Cuándo vamos a matarles?
—masculló entre dientes mi compañera.
—Después de comer, ¿no?
—Vale.