lunes, 4 de mayo de 2015

LA PUBERTAD JUNTO A SALAS


[CAROL] LA PUBERTAD JUNTO A SALAS 
(Capítulo eliminado de Vuela Libre Osito)

El lunes por la mañana me despertó el teléfono móvil y maldije el momento en el que no lo apagué. Gruñí al aparato intentando hacerlo callar con mis poderes temperamentales, pero no tuve la suerte de conseguirlo. El sonido cesó y mi interés por saber quién llamaba se incrementó. Así el teléfono y comprobé que la llamada entrante era de mi hermana (la simpática y con pecho). Por un instante casi le devolví la llamada, pero el orgullo se apoderó de mis dedos. De todos modos, no hizo falta, Elena volvió a insistir y esta vez respondí.

—¡Buenos días, par de melones! —saludé balbuceando—. Estoy de vacaciones, te agradecería que me dejaras dormir hasta por lo menos las diez de la mañana.

—Son las diez de la mañana —apuntó socarrona mi querida hermana.

—Vaya —me lamenté.

—Buenos días, Carolina. —Que me llamara Carolina ya indicaba que la conversación no llevaba a buen término—. Necesito hablar contigo.

—Ya estás hablando conmigo. Vamos, Elena, no te enrolles, ¿qué quieres? —pregunté cansada incluso antes de comenzar la charla.

—Ha vuelto a ocurrir.

—¿El qué? ¿Te has fumado un porro y te ha dado una bajada de tensión? —comencé a enumerar preguntas que sabía harían daño a la cursi de mi hermana—. ¿Te has ido a poner una media y le has hecho una carrera? ¿Has engordado un gramo y no te cabe la falda de tubo? ¿Has peinando a Cristina y te ha salido una coleta más alta que la otra?

—¡Ha vuelto a gemir tu nombre! —gritó.

Cada vez que mi hermana me contaba una de las últimas escenas de sexo entre ella y Héctor, sentía morir. Sus palabras se clavaban en mi corazón como puñales. ¿Cómo podía aguantar estar haciendo el amor con un hombre que no pensaba en ella? Era mucho peor que saber que te es infiel. Este tremendo panorama llevaba repitiéndose desde la misma noche de bodas y mi hermana, tras meses de tragárselo, me lo sinceró sin poder callárselo por más tiempo. El tiempo pasaba y nada cambiaba en la actitud sexual de Héctor, ni terapias ni psicólogos ni acupuntura ni hipnosis habían conseguido solucionar la pequeña obsesión de mi cuñado.

Llegó un punto en el que mi hermana explotó y tuvo que elegir entre dos opciones: 1. Divorciarse de su marido y padre de su única hija; o 2. Seguir con su marido y resarcirse de algún modo. La incómoda situación desembocó en las constantes infidelidades de Elena. Quería que su marido la pillara con otros para poder recriminarle que él le era infiel mentalmente, pero jamás la había encontrado con otro hombre entre las piernas, quizás porque mi hermana tampoco llevaba a sus amantes a casa, hasta para eso hacía las cosas mal. Cuidaba todo con detalle, pero sólo en su imaginación. De manera compulsiva, cada vez que follaba con un tío, deseaba que Héctor entrara por la puerta y la sorprendiera en mitad de la faena, pero no sólo lo imaginaba, sino que lo vivía, en mitad del acto se ponía a gritar cosas como: “Tú piensas en mi hermana”, “¿Qué esperabas que hiciera con tu problemita?”, “No me valoras lo suficiente”… le gritaba al fantasma de Héctor dejando boquiabiertos y traumatizados a sus acompañantes de cama. Todo esto lo sé porque cierta noche de intoxicación alcohólica Elena me había llamado para contármelo todo, cosa que me vino de perlas en una noche solitaria, una de tantas en las que Matt me había dejado plantada.

Elena jamás había sido mujer de un solo hombre hasta que intimó con Héctor. Le pareció el chico más amable y atento que hubiera conocido, había estado fijándose en él desde que nosotros comenzáramos a salir. Me lo comentaba muchas veces: “Joder, me dais mucha envidia, se os ve tan acarameladitos y tan monos”. Héctor y yo éramos muy jóvenes, pero, desde un primer momento, nuestra relación había estado muy asentada, éramos formales. Por otro lado, nuestra relación había evolucionado con lentitud, no nos habíamos precipitado en ninguna de las fases y Héctor siempre había respetado mi decisión de esperar un tiempo prudencial antes de dar el paso definitivo en el terreno sexual.

Mi pubertad se había desarrollado al lado de Héctor, siete preciosos años junto al chico que quería. Nos conocimos al iniciar sexto de primaria. Héctor había repetido curso por rebelde y sus padres le habían cambiado de escuela como reprimenda. Nuevo en clase, nuevo en el colegio, guapo y simpático. La amistad de los chicos le costó obtener, en cambio las chicas nos arremolinábamos en torno a su persona como abejas a un panal. Fui la primera persona que se acercó a él. Mis compañeros tardaron un poco en convencerse de que no era peligroso, que la reputación de niño rebelde parecía ser falsa. Me atrajo desde el primer día que se sentó a mi lado como compañero de mesa. Me habían castigado al final de la clase por discutirle a la profesora algo en lo que yo llevaba razón. Aquel incidente le tocó bastante la moral a la sabihonda de la educadora y me desterró a la última fila por faltarle el respeto (excusa por ponerla en evidencia). Debió ser muy humillante que una niña de doce años demostrara tener más conocimiento en la materia que ella, pero era sobre historia, mi padre me había contado aquella tradición egipcia miles de veces y me la sabía al dedillo. Había ocurrido minutos antes de que Héctor entrara por primera vez en clase y adentrara su oscura mirada en mi alma.

El niño que siempre ocupaba la última mesa de la clase pasó a ocupar mi lugar en primera fila junto a Susana, la otra empollona del curso y mi mejor amiga de clase. Los compañeros se burlaban de nosotras por ser unas estudiosas, pero no nos importaba demasiado que lo hicieran, estábamos orgullosas de nuestro talento, de hecho cada vez que repartían las notas de los exámenes nos alegrábamos porque sabíamos que íbamos a triunfar. Susi había recibido mi sustitución con una cara de odio a la profesora, de mí al mala follá de Vicente había una gran diferencia.

En la primera semana de clase con Héctor, pude descubrir que él no era igual que los demás. El nivel adquisitivo de su familia era muy superior al de las demás familias de los compañeros. Era el único que no hablaba de marcas y el único que las llevaba. Por aquel entonces esas cosas no me suponían ningún atractivo extra, simplemente veía a un niño guapo y atento que parecía prestarme atención (recordar que por aquel entonces era una bombona de butano). Héctor era un borde (quizás de ahí le venía la reputación de niño rebelde), criticaba a los profesores por lo bajini y gastaba putaditas cada vez que podía. Era un amor y me tenía enamorada. Además, era el único valenciano parlante de la clase y ese deje distintivo me encantaba. Nunca se me había dado bien el dialecto local y deseaba mejorarlo, así que le propuse que habláramos entre nosotros en valenciano. Él aceptó encantado y a mí me sirvió de mucho, tanto que se convirtió en nuestra lengua.

Todos los profes estaban encantados con Héctor, no entendían como un niño con su inteligencia y viniendo de la familia Salas pudiera estar formándose en uno de los colegios de barrio con más mala fama. Según me contara más adelante Héctor, sus padres querían que se enfrentara a la dura vida que se suponía que yo y mis compañeros de clase le teníamos que imponer, porque sus padres, los señores Salas, pensaban que nuestra clase estaba llena de lo peorcito del barrio. En cierto modo era verdad, teníamos a un gitano que robaba por puro placer, ya fuera una goma de borrar o un libro de la biblioteca que no pensaba leerse jamás. Estaba Marta, la niña hiperactiva, que no habían soportado en cuatro colegios especializados y entre nosotros parecía encontrar la terapia perfecta. Y estaban también Pedro y Heidi, como llamábamos a Pedro y a Nerea, hijos gemelos de una pareja traficante, que decían que pasaban coca en los baños del colegio. A parte de esos cuatro personajes, los demás éramos niños de barrio normales, unos más humildes, otros más bordes; unos más listos, otros no tanto.

El malvado plan de los padres de Héctor surtió efecto, no por las malas pasadas de los compañeros de clase, sino porque me conoció a mí. Era su ángel, su musa de la tranquilidad y el buen hacer. Muchas tardes se venía a mi casa a hacer los deberes hasta que uno de sus dos ocupados padres acababa de trabajar y le recogían. Nuestras madres se conocieron en una de las reuniones de padres y desde el primer instante encontraron puntos en común. Ambas tenían hijos muy listos que desperdiciaban parte de su potencial en hacer trastadas. Los dos éramos muy bromistas, nos encantaba montar numeritos preparados previamente. “Carol se ha desmallado”, decía él; “Héctor se ha roto una pierna”, gritaba yo. Continuamente dábamos sustos de muerte a mi madre. Lo hacíamos porque mi padre no estaba en casa. Hubiera sido muy diferente si el cabeza de familia hubiera estado presente, a ninguno de los dos se nos hubiera ocurrido representar una escenita con mi padre en el piso, podíamos resultar castigados e incluso maltratados, porque mi padre no se cortaba a la hora de repartir bofetadas o azotes. No perdíamos el tiempo, nos gustaba jugar una vez que habíamos acabado nuestros deberes, que en casi todas las ocasiones resultaba ser toda la tarde ya que los ejercicios los hacíamos muy rápido (éramos muy listos y aplicados, más espabilados que todos los niños de la clase juntos, exceptuando a Susana). Mi madre repasaba la lista de tareas para ver que no nos dejábamos ningún problema de mates por resolver o algún resumen por copiar.

En los recreos, el sector de las faldas aceptaba la presencia de Héctor con buen ojo, pero siempre que jugábamos a mamás y papás me aseguraba de que él fuera mi marido, no porque me lo tuviera asignado tan pronto, sino porque él no encontraba a las demás compañeras dignas de agarrarse de su brazo. Poco a poco los chicos de clase se dieron cuenta de que el repetidor se había convertido en una seria competencia. Héctor tenía enamoradas a todos los bombones femeninos de la clase. Salas, como le llamaban los chicos, dejó de acercarse a las demás niñas para centrarse en una sola, la empollona y cebulona Carol, que aunque fuera guapa, sus kilos de más hacían no ser la preferida por ninguno de los compañeros. No necesitaba a los niñatos para ser feliz, tenía amigas con las que jugar y un novio casi adjudicado. Sin darnos cuenta había nacido entre nosotros el típico amor de colegio. “La parejita feliz”, decían algunos. No nos importaba lo más mínimo que nos tildaran, era la pura realidad.

Tres años de tonteo de críos pasó a ser un noviazgo cuando contaba con catorce primaveras. Era el último día de clase, acabábamos EGB y las carreras se separaban. En septiembre unos irían al instituto y otros trabajarían. Los padres, junto con los profesores, habían organizado un tipo de fiesta de despedida en el propio colegio, una cena de gala donde dar unos diplomas no oficiales. Ya habíamos merendado-cenado y bailábamos en parejas. Héctor me había escogido a mí como acompañante. Sonaba una canción superconocida, banda sonora del último film del actor de moda. Era una balada. Salas me tenía agarrada como toda una dama y me llevaba con ritmos oscilantes de un lado a otro de la simulada pista. Éramos conscientes de la buena pareja que hacíamos juntos y todos daban por hecho que teníamos una relación, pero entre nosotros no había pasado nada. Ansiábamos darnos ese primer beso en los labios, pero no se había dado la posibilidad. A la única partida de la botella en la que habíamos participado, en mi primera tirada al no tocarme Héctor dije que no jugaba y que por nada del mundo besaba a Pedro “el traficante”. Se montó un pollo, Nerea me quería rajar con la navaja que acababa de sacar y Héctor retenía a Pedro para que no me pegara. Entre todos calmamos a los hijos de traficantes y continuaron con la partida. Héctor y yo nos fuimos de allí rezando para que al día siguiente en clase todo se hubiera olvidado.

Bailábamos. Mi madre me había enseñado para la ocasión. No sabía muy bien cómo debía coger a un hombre, a qué distancia situarme, qué pie mover primero… Mi madre era toda una experta, junto a mi padre había asistido a miles de clases de bailes de salón y a miles de concursos de parejas. Algún premio había en casa con el que recordar ese gran logro que significaba para mi madre. Me enseñó con gusto. Elena nos ayudó, era un poco más alta que yo y podía hacer perfectamente de hombre. Ella ya sabía cómo bailar, se dedicaba casi profesionalmente a ello.

—Levanta la cara y mírame. —Elena se había metido demasiado en su papel.

Me acordé y levanté la mirada. Los oscuros ojos de Héctor brillaban. Le veía feliz. Parecíamos encontrarnos dentro de una de las películas de Disney donde al final el chico y la chica bailan. El Príncipe y su Princesa. Héctor descuidó su firme postura de baile y acercó más su pecho al mío. Deslizó su cabeza al lado de la mía y susurró algo al oído. Su valenciano me llevó al éxtasis.

—T’agradaria surtir amb mi? —¿Salir con él? No tenía nada que pensarme y acepté el compromiso.

—M’encantaria —corroboré.

Noté como empezábamos a elevarnos, ya no tocaba con los pies la tierra. Me sentía volar. Noté como su boca buscaba la mía. Me besó con los labios entreabiertos. Era nuestro primer beso. Las mariposas surgieron por primera vez de su crisálida, la metamorfosis de niña a mujer había sucedido. Dos besos castos y esperados. Dos muestras de amor que jamás olvidaría. Por aquel entonces Héctor era el hombre que más amaba.

El verano llegó y nuestros primeros encuentros como pareja iban a dejarse de producir. La familia Salas siempre viajaba al extranjero en las vacaciones estivales. Un julio lleno de desplazamientos y un agosto recluido en su casa de playa en Oropesa del Mar. Aunque aquel verano fue diferente. La abuela paterna de Héctor sufrió un infarto y quedó en mal estado. No llegó a entrar en coma de milagro, pero cada día era una batalla a la vida. Junto a mis padres, visité a su abuelita, a la que él tanto quería. Era el único de los cuatro abuelos que le quedaba. La mujer se alegró de ver por fin a Carol, había oído tanto hablar de mí que tenía unas ganas locas de conocerme.

Su abuela no murió durante el verano y pudimos disfrutar de citas en la playa y la piscina. Abrazos y besos comenzaron a llenar nuestros encuentros. Una de las veces, en el cauce del río Turia, estábamos tumbados en el césped cuando Héctor se puso muy cariñoso. Aún no estaba acostumbrada a tenerlo encima y que se pusiera apoyado en ambos brazos sobre mí me aterrorizó. Pensé que quería hacerme el amor allí mismo. Horror, nervios. Comenzó a besarme y poco a poco noté en mi muslo que algo se endurecía. Sabía lo que era y sentí dolor sólo de pensarlo. Le puse las manos en el pecho y lo lancé dos metros más allá de mí. No quería sentir nada de aquello aún.

—Qué fas? —Me dijo atónito tras el empujón.

—Em dones fastic tu i la teua… —Le señalé la entrepierna.

—Carol, és normal, sempre es posa així quan estic amb tu.

—Què? —la asombrada era yo, me entraron ganas de vomitar.

—Tu no ho saps per que no t’apegues a mi, però sempre passa, de veres.

No supe qué decirle. Recogí mis cosas y me puse en pie indicándole que teníamos que marcharnos. No le di la mano en todo el trayecto a través de la Avenida Peris y Valero. El sol calentaba fuerte y sudaba. Andaba a prisa intentando dejarle atrás, en todo el camino no pude. Él me miraba no entendiéndome. Para él era algo normal, como para mí lo era el sentir humedecer mi ropa interior, pero no estaba acostumbrada a notar penes erectos. Era como una lanza que se fuera a clavar cuando yo todavía no me había hecho a la idea de practicar sexo y ser penetrada.

El curso en el Luís Vives comenzó. Héctor hizo su BUP y su COU en el mismo instituto que su padre, era algo habitual en los Salas, debían formarse igual. Su abuelo había creado la empresa que su padre lideraba y que más tarde llevaría Héctor. No le hacía demasiada ilusión, pero sabía que tenía la vida solucionada con aquel puesto. Así que aceptó estudiar donde su padre le ordenó. Nos veíamos cada tarde en la biblioteca central o en alguna de las casas de los respectivos padres, en casa de Héctor casi siempre, ya que sus padres no volvían hasta tarde y tras estudiar, que estudiábamos, podíamos retozar a nuestras anchas. Aquel año comenzamos a practicar algunos de los juegos sexuales más lights. Queríamos construir una relación estable, éramos adultos y sabíamos lo que nos jugábamos. Nos dictamos las reglas del amor, donde el matrimonio y el amor eterno eran la cumbre.

Mientras nuestra relación avanzaba a paso lento y seguro, las desgracias se continuaban. Tras la muerte de su abuela en las navidades, el verano se inauguró con el fallecimiento de su padre en un accidente de tráfico cuando volvía de una cena de negocios. Fueron unos meses horribles. No había consuelo para Héctor. Tras lo de su abuela parecía preparado, pero su padre era su ídolo. Le odió por ir bebido y conducir. Le gritó al cadáver a través del cristal del tanatorio. Le había dejado sin despedirse. Le necesitaba para hacerse un hombre, para formarse y sustituirle en su puesto en la empresa. Aquello le transformó, creció hasta convertirse en adulto en unos días. Más serio de lo común, reflexivo hasta la médula, protector empedernido, fóbico al alcohol… Con él tuve que cambiar. Era otra persona, ya no era el trasto de Héctor, el niño travieso, ya quería hacer cosas de adultos.

Comenzado el segundo curso de BUP y con dieciséis años recién cumplidos, estaba claro que aún no estaba preparada para dar el paso final. Mis padres se fueron a París con Elena a acompañarla a uno de sus concursos de ballet. Eran habituales aquellas salidas a ciudades de Europa donde la danza fuera importante. Elena prometía dentro del panorama español y representaba a nuestro país en algunas demostraciones, pero tuvo mala suerte, un par de años después un accidente en uno de los ensayos la hizo caer y torcerse la columna. Los dolores tras el incidente la apartaron definitivamente del parqué.

Mi casa estaba sola, es decir yo estaba sola. Mis padres sospecharon que no dormiría sin Héctor a mi lado. No me dijeron nada, me consideraban lo suficientemente adulta para saber lo que debía hacer. Aunque Elena se pasó por mi habitación unas horas antes de marcharse.

—Carol, ¿ves esto? Es un condón, cógelo.

—Elena, yo… No pienso usarlo todavía, no me siento…

—Por si acaso llegas a sentirte… excitada. —Elena se burlaba de mí—. Te enseñaré a ponerlo sobre mis dedos. Ábrelo. No me fío de los niños de ahora, debemos ser nosotras las que cuidemos la seguridad en el sexo, ellos no pierden nada. No quiero que mi hermana se equivoque en algo en lo que yo hubiera podido instruirla.

Me enseñó cómo abrir el plástico sin romper el preservativo, cómo ponerlo sobre la punta del supuesto pene y cómo deslizarlo hasta abajo. Lo cierto era que no sabía cómo había que hacerlo. Me daba vergüenza hablar de sexo con Elena, pero era la mejor persona que podía educarme. El elenco de hombres que tenía tras de sí ya era numerosísimo y jamás lo había hecho sin protección.

—Correr riesgos inútiles es de imbéciles. Además, ahora que estás delgada, los tíos comenzarán a acosarte.

Tenía razón. A los riesgos de embarazo se añadían las enfermedades de transmisión sexual. Y bueno, aunque hubiera conseguido moldear mi figura, seguía teniendo un novio al que pensaba serle fiel, no era como ella, una chica que aprovechaba toda ocasión de acostarse con un nuevo tío.

Aquella noche a solas, Héctor encontró la oportunidad perfecta para desarrollar su rol de marido perfecto. Al llegar la madrugada la pregunta salió de su boca.

—Vols que ens gitem junts? —¿Acostarnos juntos?

La primera imagen que se me pasó por la cabeza fue la de Héctor gimiendo encima de mí. El asco que me produjo pensar en el acto sexual se mostró en mi cara. Salas sabía mi reticencia continua a dar ese paso final. Él insistía tanteando el terreno por si decía sí alguna de las veces. Él se moría de ganas por experimentar, tenía un año más y todos sus amigos ya lo habían hecho y le presionaban.

Salas supuso lo que debía de estar pensando y se dio cuenta de que su pregunta había sonado ambigua. No quería formularla de aquella manera así que rectificó y la repitió:

—Dorm amb tu, al sofà, a l’habitació de l’Elena o al teu llit sol? —preguntava que dónde dormia.

Me pareció un alivio. Estaba claro que no estaba preparada para tener sexo con él. Era demasiado joven para vivir esa experiencia tan profunda. Quise enmendar aquella confusión y sobre mi cama jugueteamos un rato. Héctor comprendió que el sí aún no había sido pronunciado, así que al sentirse demasiado caliente me pidió que me marchara. Durmió en mi cama. Yo lo hice en el cuarto de Elena.

Al acabar segundo de BUP se fue con su madre de viaje por toda Europa y agosto lo pasó en Oropesa. A finales de mes recibí una llamada suya. Su madre, que había recogido el testigo de la dirección de la empresa, había salido de fin de semana a Londres. Negocios. No pensaba quedarse sólo en el chalet de la playa, aquella casa que tan malos recuerdos le traía. Se escapó y vino a verme. Quedamos en su casa. Héctor había trazado el plan. Flores y velas adornaban la larga mesa tallada en roble. Al entrar y ver todo aquello sólo pude exclamar su nombre. Era tan mono. Le amaba con todo mi corazón.

—Et mereixes les meues millors gales —dijo como buen caballero.

Aquel caluroso día de agosto fue diferente. Me llevó al vestidor de su madre y entre los dos escogimos el vestido adecuado. Si lo manchaba me iba a morir. Debía tener cuidado. Él se puso uno de sus esmóquines. Estaba guapísimo cuando iba de galán. En el tocador de la madre de Héctor, mi entonces suegra Irene, tenía todo lo necesario para emperifollarme. Había todo tipo de polvos y pintalabios. Las mejores marcas. Era muy diferente de la pequeña bolsa que mi madre guardaba en uno de los cajones del aseo. Intenté pintarme lo mejor que sabía. No lo hacía muy a menudo, pero había aprendido más o menos cómo hacerlo mientras miraba arreglarse a Elena.

Bastante guapa, salí de la habitación de Irene. Él me esperaba en el salón sentado en el sofá. Al oír los pasos de los sonoros tacones, se levantó de un salto y se acercó a mí para besarme. Me cogió de la mano como un perfecto caballero y me hizo sentarme en una de las sillas de la decoradísima mesa. Me indicó con la mano que esperara. Se fue a la cocina. Suspiré, mantenía mis manos en el regazo. Todo aquello era tan perfecto, debía ser esa noche. Lo llevaba pensando todo el verano. No podía reprimirme más. No quería perderle. Sabía cómo me amaba Héctor, era sincero, pero los hombres… Podía acostarse con muchas chicas, conocía a todas las hijas de los amigos de sus padres, chicas guapas, ricas, elegantes… No se podían comparar con Carol, la niña de familia humilde, aquella chica que su abuela había dado el visto bueno (aquella mujer que había muerto con cada una de sus manos entre las nuestras). La recordé y bajé la vista a mis manos. Me dolían. Había estado toda la noche anterior escribiendo. Aquel verano había comenzado a escribir mi primera novela. Un compendio de verdades y mentiras basadas en mis propias experiencias narradas con mi mejor vocabulario. Copiaba a las novelistas que había leído con tanto ímpetu. Una mezcla entre Margaret Mitchell, Jane Austen, Maruja Torres, Rosa Montero… Todas me aportaban algo diferente, Patricia Higsmith, Agatha Christie… Pero sentada allí, sobrevenían miles de escenas que mi mente creaba al leer aquellas novelas. Me sentía como Escarlatta O’Hara: parecer buena chica mientras la gata salvaje interior necesitaba liberarse.

Héctor apareció por la puerta del salón con dos bandejas en sendas manos. Una la dejó en su sitio y se acercó a mí. Le miraba con una sonrisa en los labios. Me sentía valiente, atrevida, amada… Sabía cómo cuidarme. No aparté mis ojos de sus oscuros iris.

—Sí —le dije.

—Pardon? Madame.

—Héctor, sí.

No pudo erguirse tras dejar la bandeja enfrente de mí. Había entendido en contestación a qué venía el sí. No perdió la seriedad. Hizo una mueca de satisfacción, pasó su mano sobre mi hombro y fue a sentarse a su asiento. Cenamos tranquilamente, nadie nos iba a interrumpir. Brindamos por nuestra relación y chocamos nuestras copas. Mi mano temblaba, el momento se acercaba.

Se levantó y dejó la mesa sin quitar. Me hizo alzarme y me abrazó. Estaba radiante de felicidad. Estaba segura de que si apagara las luces, la habitación permanecería iluminada. Nos besamos, manteníamos nuestras manos enlazadas. Tenía pánico, ¿me iba a hacer daño? ¿Sería horrible la primera vez? Me liberé de sus manos y le quité la chaqueta y la pajarita. Nos mirábamos mientras le desabrochaba la camisa. Al llegar al último botón noté como el bulto de su pantalón ya había aparecido. Le miré a los ojos, me decían: “Carol, tranquil·la, no tenim pressa, pensa-ho”. Pero la decisión estaba tomada. Debía ser valiente. Tenía dieciséis años y medio. Ana, una amiga, yendo en contra de sus propias exigencias religiosas, lo había hecho a los quince y me había contado las maravillas del coito. Ansiaba probar el sexo, el sabor de Héctor, mi propio sabor…

Se lo permití todo. Me tocó en lugares donde sólo yo había puesto mis dedos. Héctor desconocía cómo tocar aquellos labios, aunque no dejó de darme un placer hasta entonces desconocido. Pensaba continuamente en el enorme paso. Dejar de ser virgen es algo innato en el ser humano. Casi todo el mundo pasa por ello a lo largo de su vida, ¿por qué iba a ser diferente en mi caso? No estaba centrada. Héctor reclamaba mi atención. Se la di. Me dejé llevar. Noté la intención y el movimiento de Salas. No me dolió, no sangré. Decían que el ir en bici en algunos casos rompía el himen. Podía ser mi caso. Él se extrañó, sus amigos le habían advertido de las dificultades de hacerlo con una virgen. Dolor, insatisfacción, frigidez… nada de eso se dio en mí. Fue perfecto. Él se dejó ir antes y me guió, poco a poco, hasta que le acompañé.

Dormimos toda la noche de un tirón. Pensaba que al levantarme a la mañana siguiente no podría andar. Salir indemne de la experiencia me sonaba a milagro. Me desperté sintiéndome extraña, tenía la sensación de notarle dentro. No era tan terrible. No era tan grande cómo había pensado o cómo había notado tras sus pantalones. Me había preparado bien antes de penetrarme. Supo deslizarla con sumo cuidado. Una vez preparada se podía continuar sin problemas. En cambio, había algo que no me gustó en todo aquello. Parecía un poco obseso en estrujar mis pechos. Llegaba a hacerme daño. No se lo hice saber.

La decisión final de irme a Inglaterra se hizo más firme al leer uno de los folletos de información universitaria. Las becas para estudiar la carrera se las daban a muy pocos y tenía nota suficiente para alcanzar una plaza. La idea no fue bien recibida en mi familia, a excepción de Elena, como tampoco le alegró a Verónica que acababa de mudarse a Valencia justo cuando yo decidía marcharme. Mi madre tenía miedo, no podría controlar a su hija pequeña; y mi padre, no deseaba perder a otra hija, Elena ya le daba demasiados disgustos con sus tonterías de niña pija.

Al terminar COU me dieron la beca y me fui a Londres. La despedida fue dura, para que mentir. Amaba a Héctor con toda mi alma y me costó mucho tener que dejarle allí. Sabía que podía alargarse mi estancia en Inglaterra si conseguía cada año una beca para el curso siguiente. Con esforzarme, obtendría sacar la licenciatura en Londres y era lo que quería. Por aquel entonces, Héctor ya tenía el puesto en la empresa listo para empezar a ocuparlo. Su madre tenía ganas de poder llorar a su marido y descansar del duro trabajo que llevaba ocuparse del negocio familiar. Irene intentó convencerme para que me quedara con ella y con su hijo. Podía estudiar periodismo en Valencia o en Madrid. Estaría más cerca de Héctor y podríamos seguir manteniendo una relación. Pero había tomado una decisión.

Desde principios de aquel año, llevaba mentalizándome para la despedida final. El adiós definitivo a Salas. El amor que sentía hacía él era muy diferente. El sexo era una rutina más. Y mi lema de “mejorar es el objetivo final de toda actividad” no parecía producirse en nuestra relación. Más bien al contrario. Se fue creyendo su futuro puesto en la empresa, iba de hombre mayor. Aburrido. No salíamos con amigos y se veía con la obligación de cuidar a su pobre madre viuda. Dejó de interesarle nuestros encuentros románticos para pasar solo al tema sexual. Nos habíamos estancado. Le seguía amando, pero no era Héctor. Se había convertido en su padre.

La relación se había degradado y tampoco era la misma persona con él. Carol ya no era la enamoradiza niña que se había entregado en cuerpo y alma a aquel niño pijo que la tenía loca de amor. Salía más a menudo con Verónica que con Héctor y sin quererlo en más de una ocasión me había dejado ligar, tocar y besar (uno de ellos Tony). Odiaba al padre de Salas por habérmelo transformado en un zombi sexual, estruja tetas, narcisista y pelma.

Aun así, me resultó muy difícil dejarle. Nos dijimos adiós en la cama de roble de su habitación ideal. Nos amábamos sin barreras y estaba claro que Héctor jamás me olvidaría. Era su obsesión carnal, sin mí su triángulo (familia, trabajo, él) estaba incompleto. Yo era la cima de esa base que creaba la pirámide del bienestar. No me importó derrumbársela y no me dolió. No sentí la misma satisfacción que aquel día de playa cuando aplasté el castillo que Elena había construido, pero me liberé al dejar de ser el vértice y pasar a ser el vórtice de su vida. Él sufrió más. Todavía seguía tocado por aquel abandono.

Antes de acabar el primer año de periodismo, recibí en el piso, que Julia y yo compartíamos, una carta. Dentro de ella había una invitación de boda. Una boda que había cabido en mi pensamiento tras algunas charlas con Elena. “Héctor Salas y Elena Pérez se complacen en invitarle a asistir a su enlace”… el día tal, a cual hora, en no sé qué sitio. Perfecto. Me santigüé. Mi hermana no sabía con quien se estaba casando. Le había advertido de la obsesión de Héctor, me juró conocer aquella supuesta fijación y haberla curado. Me fié de sus honestas palabras. Ella estaba tan engañada como yo misma.

Elena me había pedido permiso para salir con él. Según ella, un ex de una amiga o una hermana es pecado beneficiárselo. Le concedí luz verde y salió derrapando. Le comenté las deficiencias sexuales de Salas, no se fuera a pensar que era el mismísimo Nacho Vidal. No le importó, ya le conocía sexualmente y sabía cómo enseñar a un hombre.

Manteniendo el silencio en la línea telefónica, con mi hermana al otro lado llorando desconsolada, me preguntaba a mí misma cómo coño había educado tan mal a Héctor (o tan bien, depende cómo se mirase). Parecía ser que Héctor no había conseguido disolver aquellos problemas que me había jurado poder transformar. Salas seguía siendo el mismo, una copia idéntica a su padre que además estaba obsesionada conmigo.

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