jueves, 6 de noviembre de 2014

"El muelle" un relato de Alejandro G. Gaitán


De entre mis pasiones se encuentra la de coger un texto, dejarme llevar por lo que me hace sentir y locutarlo. Lo puedo hacer bien, lo puedo hacer mal, puedo transmitir sentimientos... puedo emocionarme. Me encanta. Sien placer.
Hacía bastante tiempo que no me dejaba embaucar por un texto y este proyecto lo tenía aparcado desde hacía meses. A veces, sin venir a cuento, sientes que es el momento de hacer algo y aquella tarde que me puse delante del micro, ocurrió.
Normalmente busco una música que encaje con el texto, me la pongo de fondo y me acompaña y abraza mientras viajo entre las letras, mientras doy forma a las palabras. Con este texto fue diferente, ningún hilo musical me pautó, simplemente nadé entre los párrafos en silencio. 
Cuando fui a montar el audio con la voz ya grabada, abrí la carpeta de músicas que tengo del increíble señor Kevin MacLeod y entre la amplia lista una canción en concreto resaltó entre la multitud con un imaginario guiño de ojos. Sin pensar la arrastré hasta el Sony Vegas y ¡uépale! Encajó. 
La magia es algo místico que muchos se encabezonan en remarcar que no existe. Puede que lleven razón, pero para mí aquella tarde algo mágico sucedió. 
Espero que el texto y/o la locución os inspire algún sentimiento.



El muelle
(un relato de Alejandro G. Gaitán)


La luna se levantaba sobre mi nuca, mientras su reflejo iluminaba mis mejillas demacradas. Engalanado con ropajes viejos y secos, arrastraba mis delgaduchas piernas por el fuerte crujir de la madera, estropeada por el sol y la multitud de olas que la asolaban noche y día. Me senté en el borde de aquel frágil muelle, como cada viernes cuando anochecía, y sumergí mis mugrientos pies sobre el agua cristalina. Rápidamente se fueron aclarando, hasta reconocer mi clara piel sobre tanta suciedad.
Una vez relajado, seguí el ritual, deposité el hatillo y lo desplegué hasta poder sacar una rojiza manzana de él. La froté con mi débil muñeca, y saboreé un gran bocado, el primero en días. Ya solo quedaba esperar. La ilusión que allanaba tiempo atrás iba en decrecimiento, pero mi fe me mantenía cuerdo en aquella situación.
Tantas semanas pasaron que era imposible recordar desde cuando estaba allí, cuando fue la última vez que su celeste mirada se encontró con la mía, hasta llegar a lo más profundo del alma. Sin duda, me hizo perder la razón y la cordura, pero es difícil escuchar a la sensatez, cuando el corazón empieza a carburar siguiendo la más agradable de las melodías.
Según la sabiduría popular de mi nuevo hogar ese sentimiento me había llevado hasta allí, un lugar que no tenía que haber conocido aún. Los ojos se me vendaron, y sin visión alguna, el camino recto fue el más factible. Sus indicaciones, sus deseos, sus palabras, sus susurros; eran los que me conducían por él. Mis días más felices llegaron a su lado, y toda la desdicha se convirtió en dicha.
Repetiría, una y otra vez, lo ocurrido el último día que viví con ella. Nunca me he arrepentido de lo qué hice, ni el cómo. En mis ojos se clavaron su figura antes de cerrarse. Y ahora, cada vez que los cierro, su imagen decora mi ser y alimenta la felicidad que algún día conocí, y que jamás podré olvidar. Poco pueden decir los sabios para hacerme creer que aquello fue mi condena.
Mi espera de la noche estaba llegando al fin, una blanca paloma se acercó y se posó sobre mi hombro. Giré el cuello lentamente para poder vislumbrarla y le di, con toda generosidad, el último trozo de manzana que me quedaba. Volví mi cabeza al frente y conseguí ver a la barca que se acercaba al muelle colindante, con movimientos serpenteantes.
Mi cara se transformó en la de un búho, y analicé a cada una de las personas que bajaban de la vieja embarcación. Todos de un blanco impoluto, giraban y giraban como una simple peonza, para poder abarcar toda visión posible de lo que en ese momento, con casi total seguridad, estarían pensando que era un sueño.
Tras contemplar el desfile nocturno, que se iluminaba por los candiles que había a lo largo del muelle, bajé la cabeza tras, una vez más, no encontrar lo que buscaba. Me levanté, a la vez que limpiaba tímidamente el polvo que se amontó en mi pantalón, y proseguí mi camino de vuelta.
La blanca paloma voló por delante mía, y se incorporó a la fiesta que empezaba al otro lado. Tras su vuelo mi mente en negro se quedó. No sabía cuánto tiempo mi fe me mantendría en aquel muelle cada viernes al anochecer. Quizás los sabios tenían razón, ella ya embarcó en otro lugar y nunca volveré a sentirla bajo mis brazos. Pero una vez, con los ojos cerrados, con la total oscuridad, solo me queda el corazón, y él no se detendrá hasta que mi camino vuelva a ser iluminado por su celeste mirada.


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